Luis Jorge Arnau
15 min ·
La Belleza Callejera.
Soy adicto, quizá por mi espíritu arrabalero y disperso, a recorrer el centro de la capital mexicana entre sus multitudes y sus escándalos, sus miedos y sus celebraciones, allí descubro a un México que no se rinde, aunque la suerte casi nunca haya jugado a su favor. Si uno se asoma con atención, descubrirá a la belleza alumbrando andares de marchantas y buscadoras de descuentos, caminando entre cargadores y vendedores ambulantes en diaria arenga de ofertas contra el desencanto. Además de las ventas tradicionales, ese revuelo, a ratos salvaje y a ratos coqueto, se asoma a las aceras ofreciendo a transeuntes milagros estéticos: arreglo de uñas en los parques, planchado de cejas, grabado de tatuajes, extracción de callos, depilación de espalda, quemado de verrugas y masaje fugaz en una silla instalada a la mitad de la marabunta. La vanidad se da sus mañas y se abre paso ofreciendo enjuages y lociones casi auténticas, perfumes reciclados, maquillaje a prueba de hambres, modas copiadas a precios democráticos, barrocos mallones capaces de resistir dos aguayones y hasta coloridos brassieres, un tono para cada día y la intención que se les atraviese.

Andando por esta inexplicable telaraña compruebo que el glamour puede alcanzarse entre bocinas y empujones, turistas y comerciantes, mayoristas de sueños y boutiques de vicios, todos apeñuscados en calles históricas cargadas de fantasmas, leyendas y mugre, poniendo a prueba su capacidad de contención pues, como decía Chava Flores, pedestre y musical habitante chilango: “un hormiguero no tiene tanto animal”. En el caos, los deseos persisten y un niño jodón obtiene su helado, una pareja rescata un beso pasional en la esquina, una señora se santigua ante una imagen de la Santa Muerte acomodada en la banqueta, un abuelo camina deshojando historias de “sus tiempos” y reconoce al mismo tiempo que estos también son sus tiempos, compartidos con nietos aprendiendo el maravilloso arte del regateo, todos avecindados entre coloridos tumultos que nunca se detienen.
El atractivo capitalino es agobiante pero delicioso y huele a sopes, a barbacoa sabatina, a tunas de a veinte la docena. Es una experiencia fascinante y ciertamente agotadora, perfecta para cauterizar aburrimientos y ahogar a los amantes del orden, porque justo ahí, a mitad de una calle donde lo único inmóvil son los automóviles, la vida respira, y no hay nada más bello que eso.
Luis Jorge Arnau Ávila.
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